UNA POSIBLE LECCIÓN EXISTENCIAL POR DEFECTO


Generalmente aprendemos por propia iniciativa y voluntad o, si no, por imperativos ajenos o los errores que cometemos y no queremos repetir. Entre las enseñanzas involuntarias se pueden referir las llamadas “lecciones que da la vida”, casi siempre sobrevenidas e imprevistas; siendo que la pandemia en la que nos hemos encontrado puede que responda a este último planteamiento. Con todo lo que supondrá la crisis del coronavirus a nivel mundial, sin embargo encuentro cierto paralelismo con los procesos existenciales a nivel personal y que suelen suponer experiencias, aportaciones y cambios transcendentales vitales. Sin ánimo de ser positivista ni de recurrir al acervo popular mediante dichos como “no hay mal que por bien no venga”, simplemente pretendo extraer la enseñanza o lo que, en definitiva, significa lo que está ocurriendo para nuestra existencia, individual y colectiva.

Me refiero a los procesos y hechos que “te cambian la vida”, a veces tan comunes como las conocidas crisis de la adolescencia, muchas depresiones (las que se superan) o mismo periodos que requieren guardar cama o descanso (generalmente debido a enfermedades, traumatismos, etc.). En muchos de estos casos resultan frecuentes expresiones como “experimenté”, “me dí cuenta”, “a partir de aquella” o “supuso un antes y un después”. También muchas personas reconocidas hacen referencia a estos procesos, como la psicóloga Susan Blackmore (2000) cuando cuenta cómo “un virus muy desagradable” le mantuvo en cama y obligó a parar en sus actividades habituales pero, en cambio, así pudo leer mucho e idear sus planteamientos sobre las unidades de información y reproducción sociocultural que nos conforman y que conocemos ahora como “memes”. Lo mismo que se puede deducir a nivel colectivo de catástrofes o pandemias anteriores que, por ejemplo, nos llevaron a mejorar nuestras condiciones higiénicas y sanitarias y, posiblemente, a comprender y asimilar algo más la igualdad y la solidaridad, de esta otra manera ya que por nosotros mismos parece que nos cuesta más.

Por supuesto, no estoy abogando ni mucho menos soy partidario de que nos tenga que pasar algo “malo” para darnos cuenta o descubrir aspectos y conocimientos vitales, sino que postulo todo lo contrario: que nos desarrollemos y maduremos de forma armoniosa y natural. Sin embargo, mientras no sabemos ni aprendemos a “leer” o a “escuchar” a nuestra existencia y a la vida en general, incluso los llamados “partos creativos” siguen haciendo referencia a este tipo de procesos, muchos de ellos percibidos y descritos como “dolorosos”. Por tanto, me atrevo a aplicar a la situación provocada por la Covid-19 este tipo de hechos. Este virus nos ha postrado a escala colectiva, como cuando a escala individual estamos inmersos en nuestro día a día, en modo automático, sin tiempo a reflexionar y nos sucede algo que nos hace parar. Igualmente, entonces es cuando tenemos tiempo de pensar, nos damos cuenta de cosas, percibimos aspectos que antes ignorábamos, ideamos nuevas composiciones, hacemos otras cosas, priorizamos, relativizamos, etc.

Como mantengo en mi libro-guía (2019), nuestra todavía joven especie, en términos geológicos, debe hallarse en el tránsito o cambio de etapa, que yo sitúo o comparo con la que se produce de la infancia a la adolescencia y otros autores en la siguiente, de la adolescencia a la etapa adulta. Sea la que sea cronológicamente, la cuestión es que ese impasse parece evidente; mientras que, como nos ocurre a nivel individual, cuando lo desconocemos y/o no lo atendemos adecuadamente, parece que nuestro “cuerpo, psique o espíritu sociales” nos dan el “toque de atención”, para indicarnos lo que corresponde y que no percibimos o ignoramos como especie evolutiva. En otras palabras, me refiero a los procesos de desarrollo y maduración, ya sean físicos, mentales o espirituales, tanto a escala individual o colectiva.

Pienso que algo así nos está ocurriendo ahora, pues el panorama y diagnóstico global derivados de nuestro “modus operandi” o comportamiento a escala mundial indica que algo “se estaba cociendo” y que “no olía bien”. Me refiero al cambio climático provocado por nuestra causa, al capitalismo extremo, a las todavía frecuentes e inconcebibles guerras, a la falta de solidaridad y ayuda mutua (como en el caso vergonzoso de los refugiados), a la continuada falta de igualdad en muchos de nuestros órdenes y que puede cronificarse (las “brechas” de género, educación, digital, económica), al sempiterno materialismo y consumismo dominantes, a la explotación inmisericorde del planeta (recursos, animales, vegetales, entre nosotros mismos), a la extinción de miles de especies y continuas faltas de respeto a la vida, a las contaminaciones de todo tipo (basura, plásticos, vertidos, polución), a la falta de colaboración o desconfianza preponderante en nuestras relaciones y, sobre todo, a los infantiles egoísmos individuales y colectivos (etnocéntricos), que ya tocan superar si queremos “madurar” y no quedarnos evolutivamente retrasados e inadaptados.

Esto es, que nuestro estadio o etapa de desarrollo evolutivo está cambiando y que -tal como nos estamos comportando- no vamos bien; por lo que tenemos que reaccionar y hacer algo al respecto porque, hasta ahora, nuestra actividad e intereses espurios a escala mundial resultan claramente inadecuados en muchos órdenes, al darles más valor e importancia que a nuestro interés y voluntad para armonizar y orientar correctamente nuestra existencia. Como resulta que muchas veces no lo hacemos por nosotros mismos, por propio convencimiento y conocedores de ello, entonces es cuando el proceso de desarrollo como especie busca otras salidas o alternativas, como pienso que supone esta crisis, pero que también parece una forma para que nos demos cuenta y seamos capaces de aprender “la lección” que ello implica.

Estoy seguro de que el confinamiento y “parón” forzados van a tener muchas consecuencias, pero lejos de ser solo o eminentemente catastróficas -menos aún apocalípticas- o de lamentarnos básica y principalmente, si verdaderamente somos sapiens (y así lo considero), entonces posiblemente estamos ante un acontecimiento y experiencia que nos están dando una importante advertencia existencial, posiblemente para que corrijamos y dejemos ciertos comportamientos nefastos y que todavía hacemos compulsiva, egoísta, irracional y antinatural-mente.

Un “toque de atención” a nivel colectivo, por tanto, para indicarnos el sentido, contenidos y pasos que, conjuntamente, debemos de plantearnos y emprender de aquí en adelante, ejercitando así también y de nuevo nuestra capacidad de resiliencia; posiblemente como especie con más consciencia y, por tanto, responsabilidad del planeta que habitamos y, por consiguiente, con ciertos hechos y comportamientos actuales que son inapropiados y resultan a todas luces una lacra para el mundo y, concretamente, para nuestro devenir y desarrollo existenciales.

MÁS LIGADOS POR LA COVID QUE POR EL COI


El historiador Yuval Noah Harari (2016) indica en sus ensayos que lo único que ha llegado a ser global a lo largo de nuestra existencia como especie Homo sapiens han sido los imperios, el comercio y las religiones; a lo que yo añado el arte, la música y la tecnología. También las Olimpiadas y algunas celebraciones -como las Navidades- tienen una repercusión a escala mundial. Pero ninguna de estas referencias ha llegado a ligarnos tanto y uniformemente como el coronavirus que nos ha afectado.

Aunque en algún Imperio “no se ponía el Sol”, ninguno llegó a todos los continentes del planeta; mientras que, en cuanto a la religión, solo hay que tener en cuenta su diversidad u opciones para sacar la conclusión de que tampoco es “universal”. Siendo quizás el comercio lo que más se acerca a esta condición y característica planetaria, sobre todo el sistema capitalista, aunque también se puedan señalar algunas excepciones, como la práctica todavía vigente del trueque o de la ayuda mutua y el autoconsumo en ámbitos agrícolas.

En cuanto a las artes (pintura, escultura, música, danza, literatura, etc.), si bien hacen referencia a nuestra común capacidad creativa (a nuestra esencia identitaria individual y colectiva, como mantengo en Animal de realidades), también resultan características por su diversidad en cuanto a sus formas de expresión, desde el realismo al cubismo o de la música folclórica al punk. Mientras que la tecnología no siempre llega al mismo tiempo ni a todas partes, como bien saben las poblaciones más alejadas y/o dispersas. Tampoco las Olimpiadas -organizadas actualmente por el Comité Olímpico Internacional (COI)- “afectan” a toda la humanidad -menos aún a quienes no les gustan los deportes-, ni a todos los territorios, como atestiguan los boicots habidos. Y por lo que respecta a las celebraciones más internacionales, para empezar, ni tan siquiera coincidimos en el inicio del año ni en los calendarios; y si en la cultura occidental nos resultan comunes Papá Noel o los Reyes Magos y -en cambio- poco sabemos del Ramadán o del Año del Dragón, en otras latitudes y culturas es a la inversa.

Incluso, acontecimientos como la llegada a la Luna, la trágica muerte de Lady Di, la final del campeonato del mundo de fútbol o el entierro de Michael Jackson, que tuvo una audiencia de 2.500 millones de personas, han alcanzado a la totalidad o inmensa mayoría de nuestra especie. Mientras que, ya puestos con los juegos de palabras como en el título del artículo, tampoco otras “coronas” han conseguido contagiarnos tan uniformemente, como demuestran las repúblicas existentes; ni cualquier otra forma de estado, gobierno o representación, ni tan siquiera la valorada democracia, siendo precisamente más característica nuestras divisiones ideológicas, con la más común entre izquierdas y derechas. Ha tenido que ser algo tan minúsculo como un virus lo que nos haya ligado a todos como nunca ni nada antes lo había conseguido, puesto que las pandemias precedentes -como la peste negra del siglo XIV o la (mal) llamada “gripe española” de 1918- no contaban ni con los medios de comunicación actuales para hacerse tan globales ni en tan poco espacio de tiempo como en este caso: en un par de meses, más de 3.000 millones de personas confinadas.

A pesar de todo ello, no deja de resultar paradójico que sigamos sin tener en cuenta, sin aplicar ni vivamos en base a nuestra igualdad tanto genética, sociocultural o espiritual, que los estudios científicos y demostraciones empíricas indican. Incluso que continuemos actuando en sentido totalmente contrario a esa evidencia, la cual se vuelve a demostrar en que con la pandemia estemos todos -directa o potencialmente- afectados sin excepción. Al menos, esperemos y confiemos en que esto nos valga para derribar definitivamente nuestras barreras físicas, mentales y sociales, una vez aprendida la lección que nos está dando la Covid-19, muy posiblemente como ninguna de nuestras creencias ni demás construcciones culturales; quizás porque todas estas “ficciones”, tal y como llama a nuestras creaciones Harari o -en su día- el también historiador Pedro Laín Entralgo (1999), no son tan “universales” como la propia realidad, aunque sea tan imperceptible como un microorganismo.

EJÉRCITOS SANITARIOS


Entre otros actores y acontecimientos, nuestra historia está protagonizada por los ejércitos militares, que todavía siguen teniendo una importancia y peso enormes en la actualidad. Esto corresponde al comportamiento ancestral de nuestra especie de tener enemigos, sobre todo y paradójicamente entre nosotros mismos. Lo que, entre otras consecuencias y la mayoría de carácter negativo, ha dado lugar a que las guerras hayan sido y sigan siendo una parte de nuestra existencia a la que hemos dedicado más recursos, tanto económicos como -por desgracia- humanos. De hecho y entre otras ciencias, la Antropología, la Sociobiología y la Psicología ofrecen múltiples estudios y conclusiones sobre nuestro acervo bélico y -junto con la Historia- del continuo enfrentamiento entre familias, grupos, tribus, clanes, pueblos, estados y naciones; así como de nuestra catastrófica tendencia a defender lo que se considera propio, ya sea desde una pareja a un territorio, pasando por ideologías o creencias. Mientras que, desde hace un tiempo reciente, también se observa cierta reconversión más civilizada de este instinto hacia los enfrentamientos deportivos y otras formas menos luctuosas, como los “ataques” informáticos.

Todo lo cual nos da una idea de este rasgo y comporta-miento atávicos, así como a qué hemos dedicado gran parte de nuestra actividad, energía, tiempo, recursos, esfuerzos, vidas, etc. Pero la Covid-19 puede suponer un punto de inflexión en este característico y primitivo comportamiento bélico humano. Este coronavirus, como otros patógenos, no sabe de territorios, fronteras, nacionalismos, etnias, clases sociales, creencias, valores, ideologías y demás creaciones culturales nuestras que han servido -en demasiadas ocasiones- para establecer diferencias, luchas y demás actos pendencieros y violentos. Por lo que, la global afectación humana de la pandemia está haciendo ver a muchos lo que desde hace tiempo viene diciendo la ciencia sobre nuestra comunidad -común unidad- biológica (cuerpo), sociocultural (identidad) y energética (espíritu).

Aunque se pueda leer y escuchar a reconocidas personas hablar de “guerra” contra el coronavirus, es decir, aunque seguimos enfocando aquello que no va con nosotros en términos bélicos; quizá y sin embargo, puede que -por fin- hayamos dado “un paso adelante”, debido a que toda la humanidad tenga en estos momentos un “enemigo” común. En concreto, me refiero a que ahora los “ejércitos” al frente, en primera línea, los que nos “defienden” y a los que recurrimos desesperadamente no son los de uniforme, casco y fusil sino los de batas, mascarillas y respiradores; es decir, se trata de otro “cuerpo” distinto pero también “de élite”, el sanitario. Con esta crisis, todo el mundo querría que el “ejército” de profesionales de la salud fuese de lo más abundante y avanzado posible. Supongo que también muchos preferirían tener más médicos y enfermeros que oficiales y soldados, así como más “ucis” que cañones o más recursos dedicados a la sanidad que a la denominada “defensa nacional” (o, incluso y a escala individual, también a la conocida como “defensa personal”).

Precisamente, quizás una de las “lecciones” que se pueden extraer de la situación vivida a raíz del coronavirus es la de nuestro concepto equivocado de “defensa” (también del de “necesidad”), pues no hace falta más que recordar que su objetivo principal y más frecuente (tanto en lo relativo al ámbito social como individual) ha estado y aún está dirigido -sobre todo- a “defendernos de nosotros mismos”; lo cual indica el grado de estupidez que todavía padece nuestra especie, que espero sea una cuestión de nuestra relativa y comparativamente temprana edad geológica en el proceso evolutivo.

Ahora supongo que muchos serán conscientes, se darán cuenta y convencerán de que tenemos que defendernos (y necesitamos) de otras cosas más “reales” y, por tanto, sin tener que “crear” nada para matarnos entre nosotros. Así, quizás empecemos a ver y a comprender que ningún otro ejército es tan fundamental como el de la Salud. Lo cual pienso y deseo que inaugure una nueva etapa en la que, además de dotar convenientemente de recursos económicos y humanos a esta faceta tan importante para nuestra existencia, nos convenzamos -de una vez por todas- de que los “ejércitos” realmente necesarios son los de los llamados “servicios sociales”, así como los de la investigación y del conocimiento. También sabemos de otras “pandemias” en relación al hambre, a los desplazados/refugiados, a la nutrición insana, al envejecimiento poblacional y consiguiente falta de atención a la gente mayor, etc.; por no hablar del cambio climático, extinciones, cultivos y ganadería intensivas y demás hechos incorrectos de nuestra especie, a la que momentáneamente un microorganismo le “ha parado los pies”, en su carrera descontrolada de explotación planetaria.

No hace falta comparar los costes militares para darnos cuenta de lo equivocados que estábamos a este respecto, ni tampoco mentar que países considerados líderes mundiales todavía basan sus economías y “modus operandi” en la industria armamentística, ni referenciar que otros como Islandia o Costa Rica sigan sin tener ejército y “tan ricamente”, ni señalar que los partidarios de las políticas armamentísticas también suelen coincidir con quienes más han “atacado” a la sanidad y demás servicios sociales y que ahora tienen que echar mano de los mismos, tanto política como personalmente. Todo lo cual también apunta a la “lucha” entre las políticas públicas y la desregulación (Keynes versus Hayek), tal y como ya expuse en su día en mi artículo “La falacia del libre mercado” (2017).

Como suele ocurrir en estos casos, supongo que ahora esos mismos detractores del llamado “Estado de Bienestar” y apologistas de la privatización/especulación de todo (hasta del agua, como ya ha ocurrido en Inglaterra, Australia o Chile), querrán ocultarlo y pasar a ser “los que más ….” se les llene la boca con la sanidad, aunque posiblemente sin perder de vista por dónde pueden “hincarle el diente”. Estas contradicciones ya las hemos vivido en otras situaciones y también las estamos viendo ahora, como que un enfermero portugués haya sido el protagonista del cuidado de Boris Jonhson o que Donald Trump “abra la muralla” para que entre mano de obra en los campos o en los servicios sanitarios. Algo que caracteriza a una parte de nuestra especie, seguramente la que tampoco ha sabido o querido dar a la ciencia el protagonismo frente a las armas u otros intereses espurios.

Parece que muchas veces, quizás demasiadas, aprendemos no por “motu proprio” sino “a base de palos”, como consecuencia del también característico comportamiento de aferrarnos a “verdades”, creencias, ideologías, valores y demás aspectos de nuestras vidas que damos por absolutos. Hasta que, como en este caso, algo tan minúsculo como un virus nos muestra que no es así, que estábamos equivocados y “errando el tiro”, más bien nuestro sentido y orientación existenciales, tal y como ya había publicado.

MORIR MATANDO


Al menos por lo que respecta a la población en general, no sabemos el origen o cómo se ha producido la pandemia del coronavirus. Básicamente, hay dos hipótesis principales: o por transmisión animal (involuntaria) o debido a la “guerra bacteriológica” (accidental o a propósito). Cualquiera de ellas es por nuestra culpa, irresponsabilidad o inconsciencia, bien por comer lo que no debemos o por “jugar con fuego”. También básicamente hay dos posibles escenarios tras la crisis: aprender la lección o no. Sobre el primero ya he escrito mis artículos precedentes. En cuanto al segundo, puede que ocurra lo que describo a continuación.

Muchos indicadores y análisis apuntan a que los EE.UU. van a sufrir una catástrofe humanitaria mayúscula, acentuada por el sistema sanitario con el que afrontan la pandemia, el cual no cubrirá a la inmensa mayoría de casos, entre otros motivos por el empecinamiento del sector conservador -representado por el Partido Republicano- en contra de la sanidad pública, maximizado por el actual Presidente, al que le faltó tiempo para cargarse lo que el anterior había hecho incipientemente a favor y que se conoce como “Obamacare”. Si las previsiones se cumplen y tal como resulta el personaje al frente de la todavía considerada mayor potencia mundial, mucho me temo que la reacción del mismo va a responder al característico patrón de este tipo de mentalidades: la negación, la no asunción de errores y echarle la culpa al otro.

Además, por ejemplo y todavía reciente, tenemos el pérfido montaje como reacción al 11-S, respondiendo de aquella la presidencia de George W. Bush con la II Guerra de Irak o del Golfo (más que pérsico norteamericano), inventándose para ello lo del arsenal de armas de destrucción masiva en poder de Sadam Husein. Lo que también trajo consecuencias para España, por el seguidismo del gobierno de Aznar, al que los agentes de los servicios secretos informaron de que no existían tales armas pero fueron sacrificados (murieron) de todas formas, trayendo además como consecuencia el atentado del 11-M, mientras que la reacción fue la pretender echarle la culpa a la banda terrorista ETA. Así y a lo largo ya de demasiados ejemplos a través de la Historia, comprobamos que los errores y fracasos en el poder no suelen reconocerse sino, por el contrario, la reacción característica es buscar chivos expiatorios para deshacerse de sus propias acciones y responsabilidades. Puede que respondiendo también a la estrategia o lo que se conoce como “morir matando”, que viene a decir que, ya que la han fastidiado y están en una mala situación, entonces se hunden con todo lo que puedan llevarse por delante.

La cuestión es que se puede presuponer que en este caso no va a ser distinto. No solo por el perfil de Trump, “el presidente de las 13 mentiras diarias”, incapaz de reconocer errores, acostumbrado a culpar a los demás, que en 2017 decía que “el poder efectivo es el miedo” o que ya se haya referido al “virus chino”; sino también porque un 40% de la población de su país y que le vota tiene un nivel de consciencia que le hace creer que el mundo se hizo en 6 días, hace 6.000 años, con dinosaurios que existían cuando Adán y Eva y con alguna doctorada en Harvard que llega a decir que la primera homínida de la que tenemos conocimiento, “Lucy”, es una mentira científica ya que modificaron su cadera de mono para hacerla humana, todo ello unido a que este tipo de “adultos” se entrenan con munición real para hacer frente a ateos y comunistas, porque se sienten amenazados (véase el documental “Dios bendiga América” o “God bless América”; 2020).

Es decir, estamos ante el fanatismo de una parte considerable de la población norteamericana, sin olvidar los extremismos de otras religiones, ideologías y países. Pero es que, además y en este caso, me refiero a la potencia mundial caracterizada también por el derecho a las armas, donde el “ojo por ojo” es casi ley, así como inusitadamente habitual el “gatillo fácil” o donde hacen presidentes (de la primera economía y arsenal nuclear) a, entre otros, un actor/galán que consultaba a astrólogos (Ronald Reagan), al “hijo de papá” y bebedor rehabilitado mediante revelación religiosa (George W. Bush) o al pendenciero quiebra empresas Trump; el cual parece recordar -a una parte del inconsciente colectivo de este país- a su venera-do John Wayne o al enviado por Dios para “hacer grande” lo que también parece no dar más de sí, que es la mentalidad de ese numeroso porcentaje de esta población.

Sea como fuese y ya incluso antes de la pandemia, todo esto indica lo que desde políticos a expertos, así como los propios mercados y/o el llamado “capital”, reconocen como “la caída del Imperio Norteamericano”, en analogía a lo que pasó en su tiempo con el Imperio Romano. En este caso, con síntomas como el aislamiento y los enfrentamientos contra sus otrora aliados, el abandono de las instituciones internacionales o la ausencia de liderazgo mundial, como se ejerció por ejemplo en la anterior crisis de 2008. Así como también se puede decir que esta caída tiene su "Nerón", con parecida egolatría, despotismo, agresividad y falta de escrúpulos; pero que en esta repetición de la historia incendia redes sociales y demás medios de comunicación, mientras que le echa la culpa y hace perseguir a los inmigrantes, a los que piensan distinto o, en general, a todo lo que le contraríe.

Con este currículum, panorama, tipo de comportamiento y sociedad o electorado al que no defraudar, no me extrañaría que Donald reaccionase y respondiese, frente a los miles de muertos norteamericanos por el coronavirus y para ocultar su negligente política y gestión sanitaria y en general, por ejemplo responsabilizando a China. Mientras que, si unimos a esto lo que vienen practicando -por desgracia- con demasiada frecuencia: guerras de Corea, Vietnam, Cuba, Irak, Afganistán y todo tipo de incursiones e injerencias; entonces cabe la nefasta posibilidad de que decidiese atacar (más) al gigante asiático, sin descartar que esta vez fuese a través de armamento atómico. También algún analista, concretamente Enrique de Vicente, vaticina una posible guerra civil norteamericana, con igualmente consecuencias a nivel mundial; algo a lo que ya apunta la reciente pretensión de este presidente para el control total de los Estados de la Unión, más todo lo que viene ocurriendo con el enquistado racismo.

Como reza el dicho, la realidad suele superar a la ficción y ya una serie sobre nuestro futuro inmediato, “Years and Years” (2019), daba por hecho ese mismo ataque nuclear a cargo de un Donald Trump reelegido. Mientras que, en cuanto al posible escenario que se derive después, también puede ajustarse lo que describe la serie, en plan orwelliano, y que consiste -de nuevo y/o por enésima vez- en pretender aniquilar al considerado como inferior o diferente; aunque tampoco deje de haber valientes altruistas que frustran esos planes. Además, el hecho o realidad es que este tipo de comportamiento y panorama (con o sin recurso nuclear) también responde y es extrapolable a otras poblaciones y dirigentes mundiales, desde la Rusia de Putin a la Corea del Norte de Kim Jong -un, del Israel de Netanyahu al Brasil de Bolsonaro, desde el Oriente Medio de los Jeques a la Europa de Viktor Orbán, etc.

Si estos son los que dirigen el mundo, ¡en manos de quiénes estamos!

SE ACABÓ LO QUE no SE DABA


Tras la crisis del coronavirus, la cuestión fundamental, gran pregunta o incógnita a resolver es cómo será nuestra vida, tanto individual como colectiva. Aunque ya hay algunos vaticinios, proyecciones o tendencias que se apuntan, desde mi punto de vista y análisis, pienso que todo va a venir determinado por una fase y un eje común. La fase es la del cambio de mentalidad, maduración, estadio o como quiera llamarse a la transición evolutiva y fruto del paso del tiempo geológico por el que está atravesando nuestra especie, tal y como mantengo en mi Guía existencial (2019) y que, resumidamente y para entendernos, comparo con el tránsito de la niñez a la adolescencia.

En cuanto al eje sobre el que va a girar nuestra nueva situación pienso que, básica y fundamentalmente, es el de la confianza/desconfianza (vuelvo a coincidir fortuitamente con Harari, a pesar de sus fallos y aciertos, como todos, que en su artículo “En la batalla contra el coronavirus, la humanidad carece de líderes”, también señala a la cooperación y a la confianza como claves). Como cuando, por analogía, descubrimos que lo que nos decían en la niñez no era tal o así y porque además, a nivel de especie, los considerados responsables (“adultos” o “tutores”) no es que precisamente hayan hecho un buen papel, ni hayan atendido adecuadamente a su cometido sino -más bien- en, para y por sus propios intereses. Con esa actitud claramente ególatra y eminentemente falsa de los supuestos dirigentes al frente de la “familia” humana, no es de extrañar que en la etapa que nos toca o corresponde se produzca un desapego, un distanciamiento, un descreimiento, una rebeldía, un desencuentro, incluso -aunque esperemos que sepamos llevarlo con cabeza para no llegar a ello- un enfrentamiento.

De ahí también los malos augurios y temores de algunas voces reconocidas que apuntan al peligro de que vuelva el autoritarismo; algo que además, por estadística y frecuencia, suele producirse -en demasiadas ocasiones- tras las crisis por las que ha pasado nuestra sociedad humana, en diferentes tiempos y lugares. Un proceso que guarda cierto paralelismo a como cuando se produce algún contratiempo en el “hogar” y los que mandan recurren a la anticuada “mano dura” porque, como se suele decir, la violencia es la respuesta cuando no se sabe más o no se aplica la razón. De hecho, ya estábamos viviendo algo parecido antes del coronavirus, precisamente tras la pasada crisis financiera; por lo que es real dicho temor sobre nuestro erróneo comportamiento colectivo ante este tipo de hechos, haciendo que el miedo, la rabia, la impotencia, la ignorancia y/o el odio dejen dejen aflorar y dar vida a los fantasmas que manejan y tras los que suelen operar populismos y autoritarismos.

De eso depende bastante el devenir y deriva que podamos adoptar como especie. De si la ignorancia y/o las mentiras que apelan a los sentimientos más primitivos, como el miedo y/o el odio, vuelven o no a imponerse. O si, en cambio, el dejar atrás nuestro infantilismo colectivo y madurar nos lleva, por fin, a no creer semejantes paranoias sino en nosotros mismos, en nuestras capacidades, libres, sin tutelajes maniqueos; y, en su lugar, empezamos a construir un porvenir más común, basado en los verdaderos intereses de todos, como pueden ser la cobertura de las necesidades, la ausencia de dolor, la salud, no sentirnos solos, la armonía entre nosotros y el entorno, etc.

Siendo que el coronavirus se va a llevar mucho más que miles de vidas humanas, tras el gran susto y desastre vividos, la cuestión es qué va a contar con más garantías, seguridad, solu-ciones, estabilidad, orientación adecuada, protección, etc. Lo que afecta directamente a la confianza en muchas instituciones, al papel de la política, a la cuestión de en manos de quiénes estamos, etc. En pocas palabras, se puede resumir lo que trato de describir haciendo referencia al dicho popular de que “se acabó lo que (no) se daba”: las garantías que precisamos para una existencia adecuada.

La crisis del 2008 ya dejó muy tocadas a varias de estas instituciones y actores sociales, sobre todo al sistema financiero y grandes compañías o corporaciones. También se repite ahora la ineptitud y falta de colaboración general entre la clase política y/o dirigente, lo que seguramente va a pasarles factura. Tampoco las instituciones es que vayan a salir bien paradas, desde la propia Organización Mundial de la Salud a la Unión Europea, cuyos nombres suenan ahora algo más a eufemismos. Y que decir de los medios de comunicación tradicionales y que siguen en su declive mortuorio, con sus adscripciones o correas de transmisión políticas y/o económicas grabadas a fuego, confundiendo más que aclarando entre tanta (des)información y, en definitiva, con unos estilos y formas ya caducos, propios de otra época; mientras que asoman nuevas alternativas y canales más acordes a los tiempos, indudablemente a través de Internet y creciendo la producción propia, porque ya no sabemos de qué o quién fiarnos entre tantas “fake news”.

Mientras que, en cuanto a las religiones se puede decir que han estado más bien calladas en esta crisis, entre otros motivos y/o razones porque tampoco tienen ya mucho creíble que decir con sus viejas fórmulas y planteamientos, como por ejemplo han solido responder tradicionalmente ante este tipo de situaciones mediante la convocatoria a la oración, procesiones, invocaciones y/o ofrendas a los dioses para aplacar sus iras o plagas. No obstante, en esta ocasión casi que es de elogio su mayor quietud, incluso puede que así recuperen algo de su descrédito. Para no seguir alargando la referencia al caduco, inoperante y no válido plantel de actores sociales actualmente al frente de nuestra especie, tampoco los nacionalismos, ni la OTAN, ni las ligas o el NASDAQ han servido de nada en esta crisis; mientras que aquellos que “mueven los hilos”, sea el G20, Davos, el Club de Bilderberg o los servicios secretos de inteligencia, no parece que las tengan todas consigo.

Como el acné o la primera menstruación en la adolescencia, que es una de las formas en que la biología nos informa y por lo que nos enterarnos de nuestra transición personal, el coronavirus ha venido a decirnos lo que ya apunté en su día, pero de lo que la inmensa mayoría no se entera hasta que se ve en el espejo o mancha las bragas. Con esto quiero señalar que no solo se trata del papel y de la confianza de lo que hemos venido admitiendo, creyendo, valorando, haciendo, votando, trabajando, delegando, consumiendo, secundando, etc. A todo esto se suma un cambio de etapa, de mentalidad, una transición, una evolución, “un antes y un después”.

No es solo que las instituciones y actores sociales que he señalado u otros no hayan respondido adecuadamente y que todo consista simplemente en corregir o se resuelva con que vuelvan a demostrar y/o recuperar la confianza. Es más que eso. Es que “hemos crecido”, al menos en tiempo o edad geológica. Y ahora pasa como cuando te queda pequeña, necesitas más talla y/o dejas de ponerte ropa de niño/a, o de creer en ciertas fantasías, o de fiarte de lo que te dicen, o de tener conductas infantiles, etc. Ahora a la especie humana le corresponde o le toca buscar otros referentes más acordes a su realidad evolutiva. Aunque ello no quiere decir que quizá elijamos o prefiramos repetir, como cuando nos negamos a crecer y/o a enfrentarnos a nuevas situaciones, formas de pensar y responsabilidades; refugiándonos bajo el amparo y cuidado de nuestros tutores, aunque no se hayan portado correctamente. En tal caso, eso tiene una denominación: inmadurez o “complejo de Peter Pan”.

Incluso puede que todavía trileros, mentirosos, “vendemotos” y “cuentacuentos”, como los que han estado campean-do a sus anchas aprovechándose de nuestra inocencia y/o papanatismo colectivos, consigan seguir engañándonos; retrasando así nuestro desarrollo como especie, ya que les interesa que permanezcamos en ese estadio y no nos enteremos de qué va esto (quizás ni ellos mismos lo sepan, solo que le sacan rédito o partido). Todo lo cual dependerá del grado de inmadurez colectiva en el que nos estanquemos o, en otro caso mejor y más recomendable, de la evolución que logremos. En resumen, con el sistema financiero más que desacreditado (parece que solo entiende de otro tipo de créditos, pero no de credibilidad), el capitalismo que se ha pasado mucho de rosca (sobre todo con la explotación y contaminación planetaria), la clase dirigente empeñada en seguir protagonizando nuestras pesadillas, creencias que se sostienen a base de mentiras y/o violencia (creacionistas, ultraortodoxos, ISIS, talibanes) y con los nuevos valores socioculturales todavía crudos o sin madurar … ¿Qué se puede sacar en limpio, de qué fiarnos y por dónde debemos seguir?

Está claro que los héroes de esta capítulo de nuestra historia son los sanitarios, así como otros trabajadores de los servicios sociales y públicos, incluidos algunos procedentes del sector privado y otros adaptados de las llamadas fuerzas de seguridad y/o defensa. Mientras que la gran referencia válida a tener en cuenta es, como ya viene demostrando desde hace tiempo, la ciencia, con sus virtudes y defectos (también latentes y por corregir). Así como el mundo de la cultura, con toda su oferta y servicio al público, a pesar de las dificultades pero transmitiendo ilusión, creatividad, imaginación, etc. Nada tenemos más fiable que esto a estas alturas.

Así que dependerá de nosotros que le demos el protagonismo y la confianza a quienes se lo merecen y/o se lo han ido ganando, con obras y no malas razones. Mientras que, a la inversa, a ver si dejamos de engañarnos por “salvapatrias”, depósitos y valores ficticios, materialismos y consumismos galopantes, compañías que no acompañan sino que van a lo suyo, perversos e inútiles arsenales de terror, competiciones, ligas y otras estrellas que ahora “brillan por su ausencia” o en paraísos fiscales, etc. En definitiva, a ver si vamos confiando en nosotros mismos como colectivo, independientes de quienes han estado aprovechándose de nuestra atención, ilusión, trabajo y recursos de todo tipo, incluido el lugar/hogar de todos nosotros y de todos los entes y especies que habitamos en este planeta.

NUEVO (DES)ORDEN MUNDIAL


¿Orden o desorden?, esa es la cuestión. Parafraseando la famosa cita de Shakespeare, lo cierto es que tras la crisis puede que haya un “cara o cruz” existencial; máxime si, como mantengo, estamos en plena transición de era como especie. La cara es la que he apuntado en mi Guía existencial (2019) y que se ve ahora corroborada y refrendada de modo empírico e irrefutable: que asumamos cuanto antes la igualdad, la colaboración honesta y la innovación. La cruz es volver a “tropezar en la misma piedra”, repetir errores históricos y volver a responder como en otras crisis anteriores: desconfiando, echando la culpa al otro, encerrándonos socialmente y dejando expandirse el odio y que este actúe.

Sobre la primera de las premisas de mi guía, estamos comprobando que el virus no sabe de diferencias entre noso-tros, ni de fronteras, etnias, etc. La igualdad biológica, sociocultural y espiritual, que la ciencia viene demostrando una y otra vez, a raíz de esta crisis también es reconocida y aludida por muchas voces famosas, como la del propio Bill Gates en su artículo “Una estrategia mundial contra la Covid-19”. Con lo que, en definitiva, sería estúpido y suicida no asumirlo, negarlo o ignorarlo.

En cuanto a la segunda clave existencial que he señalado en mi tratado sobre nuestra especie, quizá sea la que más nos cuesta y a la que estamos menos acostumbrados: a colaborar sin engaños, trampas o ventajas espurias. Aunque también está más que científicamente demostrada (desde la biogenética, la sociobiología, la economía, las matemáticas, la teoría del juego, etc.), sin embargo nuestro panorama global se ha venido caracterizando por todo lo contrario: la desconfianza, el engaño, la mentira, las estrategias, etc. Por lo que va siendo hora de que lo asumamos mayoritariamente y que, sobre todo, los dirigentes sean por fin honestos y no digan que quieren lo mejor pero con las “cartas marcadas”. Davos, el G20, la ONU y otros foros y organismos deberían dar ejemplo en colaborar honestamente y/o sin trampas. Y si hay temas o asuntos en los que todavía haya reservas, temores, reticencias o cualquier otro factor que no suponga un verdadero “juego limpio” pues que no se incluyan, pero unos cuantos como la salud humana, la del planeta o la condición de igualdad antes aludida deberían tratarse en base a esta segunda condición o ley existencial de la vida y la evolución, la colaboración honesta, aplicándola así a nuestra especie.

Por lo que respecta al tercer principio que he podido discernir y reunir en mi guía, pienso que con lo que está pasan-do no se precisa más demostración de que la innovación resulta también vital y existencialmente crucial; máxime teniendo en cuenta nuestra esencia y característica fundamental e identifi-cativa como especie, nuestra capacidad de ideación, tal y como también he expuesto en el primer libro de mi tratado, Animal de realidades (2019). Ahora nuestra esperanza, esfuerzos, intereses y atención colectiva se están centrando en la consecución de una vacuna que nos inmunice contra el coronavirus. Es decir, en este caso precisamos innovar en aquello que protege o defiende a nuestro organismo, lo que no es solo algo puntual, específico o concreto sino que, tal y como ha demostrado la ciencia, la innovación también es otra máxima que se puede extraer del proceso evolutivo.

Esta puede ser la cara del “ser o no ser” de nuestra especie como consecuencia de lo que está ocurriendo. No hablo de utopías ni de nada no realizable o “nuevo bajo el sol”. Además de respuestas sencillas, factibles y válidas, científicamente demostradas y comprobadas empíricamente, nada más ni nada menos que a través de los millones de años con los que cuenta la evolución, resulta que también son posibles respuestas a corto plazo y factibles de aplicar inmediatamente. Como en todo lo que nos pasa, ello dependerá de querer y la voluntad de llevarlas a cabo. Pero si el aquí y el ahora son importantes, también lo es tener una perspectiva adecuada y más amplia, un análisis diacrónico y no solo sincrónico. Me refiero al proceso o cambio de era evolutiva en la que estamos. Así como otros autores también dicen que se trata del paso de la adolescencia a la madurez, en mi caso veo más síntomas de que estamos al final de nuestra etapa infantil (sobre todo por lo egocéntrico y destructor de nuestro característico comportamiento colectivo) y que transitamos hacia la adolescencia como especie.

Una etapa que, en el terreno personal, suele ser considerada como un “totum revolutum” pues, por un lado, no hay nada más valorado y bello que la juventud, también con todo su potencial en ciernes pero, por otro lado, asimismo están las revoluciones de todo tipo que suelen producirse en la misma, desde las corporales o biológicas a las sociológicas, como por ejemplo en las relaciones sociales, así como también en la forma de pensar, la temeridad o atrevimiento, el aumento de las posibilidades de conflicto y de depresión o nuevos temores, etc. A escala personal, suele ser una etapa difícil de controlar y donde las represiones y autoritarismos chocan de frente. También de adquisición de identidad y de personalidad, de aventura e interés por conocer; así como de ir asumiendo responsabilidades, tanto por lo que respecta a nosotros mismos como por el entorno. Todo lo cual pienso que puede aplicarse a escala social o a nuestra especie en conjunto.

Asimismo, los espacios tanto físicos como psíquicos delimitados en nuestra etapa infante, al crecer suelen quedarse pequeños o cortos, abriéndose en cambio nuevos horizontes. Lo que también coincide con el escenario sociocultural en el que hemos estado viviendo hasta ahora. Así y por ejemplo, ya desde el espacio y ahora desde la tierra, hemos visto que las fronteras territoriales existen sobre todo para ciertos sectores etnocéntricos y/o xenófobos, caracterizados por echar la culpa al otro, experimentar e infundir miedo o temor y así justificar y procurar que nos encerremos en vez de abrirnos, tanto física como mentalmente. Esta crisis puede servir para evidenciar la falacia de esos planteamientos y así descartarlos o, por el contrario, para que las falsedades, el emponzoñamiento y demás tácticas goebbelianas sigan teniendo su éxito, aunque sea a costa de lo que ya por desgracia conocemos.

De hecho, los populismos y el renacimiento de los extremismos a los que asistimos recientemente (Trump, Putin, Bolsonaro, Johnson, Orbán, Le Pen, etc.) se deben en gran parte a la pasada crisis del 2008, como también ponen de manifiesto múltiples análisis y expertos a este respecto; mientras que ya se observan síntomas en este mismo sentido en esta nueva crisis. Desde los maniqueos, absurdos e insultantes ataques, faltos de toda ética o moral, en medios y redes sociales, hasta los planteamientos revenidos de “norte-sur”, incluso en la propia Unión Europea, o los de la estrategia geopolítica, por ejemplo a través de la ayuda, la industria sanitaria, los recursos energéticos, etc. Esto es más de lo mismo, repetir la (mala) historia, volver a los viejos y caducos esquemas, caer otra vez en los crasos errores, etc. Deberían ser solo (malas) prácticas del pasa-do, pero sobre todo depende de la apertura de miras de quienes ahora están al frente del timón colectivo o, por el contrario, de cuánto no están por la labor y, por consiguiente, cuál sigue siendo el poder del engaño.

VACUNA CONTRA EL ODIO


Esta crisis está produciendo muchos hechos y consecuencias. Entre ellas está la carrera por crear cuanto antes una vacuna para atajar a la Covid-19. Se puede decir que, a día de hoy, es el objetivo prioritario de la humanidad. Algo que resulta lógico y evidente, ya que es lo más perentorio en estos momentos. Sin embargo y sobre todo para ilustrar y/o llamar la atención sobre mi visión y planteamiento, me atrevo a decir que me preocupa más encontrar un antídoto contra el odio entre miembros de nuestra propia especie. Más temprano que tarde, si no es nues-tro conocimiento científico, el propio cuerpo desarrollará las defensas y la inmunidad frente al patógeno. En cambio, contra el odio parece que nada nos ha inmunizado eficazmente toda-vía, a pesar de que lleva miles de años con nosotros, incluso desde nuestros orígenes según los relatos bíblicos. De hecho, es la peor pandemia de la humanidad, con creces, y no solo por su extensión en el tiempo sino también porque nada se ha cobrado tantas vidas, esfuerzos, recursos y desgracias como nuestro propio y mutuo odio.

Además, es y resulta más contagioso que cualquier otro virus, mal o enfermedad, ya que se activa a través de sentimientos, algo que todos tenemos, mientras que también todos podemos tener algo en contra de alguien o de algo. Así que solo hace falta avivarlo para que se produzca y, una vez que se ha activado, ya es muy difícil de erradicar; sin mascarillas, ni confinamientos, ni nada que lo detenga. Como los pirómanos, maníacos y otros tipos de conductas humanas enfermizas y nada buenas, también hay quienes desde partidos, medios de comunicación, organizaciones o (malas) causas expanden este mal tan letal y nefasto para nuestra especie. Como diría el personaje religioso de Jesucristo, hay que perdonarles “porque no saben lo (mal) que hacen”.

El odio se nutre y es la forma de desahogar las frustraciones, los propios errores, las incomprensiones y, dicho en términos generales, nuestro cabreo con la vida y/o sociedad, que no es otra cosa que el enfado con nosotros mismos pero enfocado hacia fuera, responsabilizando a lo otro en lugar de asimilar nuestras propias circunstancias. Por lo que, generalmente, nos resulta más fácil y/o cómodo “echar más leña al fuego” que el esfuerzo y/o interés por “apagarlo”. De hecho, resulta muy fácil de seguir y de justificar, ya que tan solo hace falta decirnos “mira lo que te ha/n hecho o lo que ha/n dicho” sobre algo que aprecias. Incluso puede dar fuerza y/o ser un “leitmotiv”, sobre el que muchos han construido su (contraproducente) existencia. Encima, la propia cultura no se cuida de no alimentar esta pandemia, la peor de todas, sino que, por el contrario e inconscientemente, la fomenta a través del odio al rival en competiciones de todo tipo, desde económicas, políticas, comerciales, laborales, deportivas, etc.

No puedo cuantificar cuántas muertes, dinero, recursos y costes de todo tipo, incluidos los de salud y emocionales, ha causado el odio a través de nuestra historia. Es demasiado ingente para calcularlo; lo cual demuestra que si hay algo que tenemos que remediar, que es urgente y que verdaderamente nos va la existencia en ello es vacunarnos contra esta monstruosa pandemia del odio, paradójicamente creada por nosotros mismos. No estoy hablando de ideologías, ni de formas distintas de ver o cosmovisiones diferentes, ya que eso es algo normal y natural, tal y como ha demostrado la ciencia, al descubrir que la gente conservadora (o de derechas) percibe las circunstancias o el entorno de una forma, por o a través de un funcionamiento determinado del cerebro, y la gente progresista (o de izquierdas) de otra forma, por medio o a través de otras partes de nuestra sesera. Así que no se trata de convencer ni de llevar la nuestra por encima, con eso tenemos y podemos convivir.

Pero el odio es y consiste en otra cosa. Para ilustrarlo, recuerdo la preciosa película del recientemente fallecido José Luis Cuerda, “La lengua de las mariposas” (1999), en la que el niño protagonista pasa de la admiración por su maestro a insultarlo y tirarle piedras, tras el estallido de la guerra civil española (1939). Solo hizo falta inocularle el odio a través del miedo, la difamación, la represión y el sumarse a la corriente dominante. Lo mismo que ocurrió en la Alemania nazi de Hitler (1933-1945), quien fue votado y elegido mediante sufragio democrático, precisamente debido a la crisis y correspondiente culpa echada al vejatorio Tratado de Versalles (1919), lo que sumado al miedo a la cercana revolución comunista (1917), al “crack” del 29 y al odio “holocáustico” a los judíos, hizo el cóctel humano más letal que se recuerda.

Otro tanto podría decirse de las tácticas de Putin para eternizarse en el poder, tras la crisis de la desintegración de la Unión Soviética (1991), fomentando el odio a los homosexuales, la eliminación de opositores, provocando conflictos en ex-territorios, injiriendo en los conflictos internacionales, disimulando con o a través de la Iglesia Ortodoxa, etc. Proceso o fórmula similar también a lo que provocó la elección de Trump, apelando al cabreo, mala situación y falta de expectativas de buena parte de la población tras la crisis financiera del 2008, paradójicamente causada por gente como él o adláteres; mientras que para escurrir el bulto y sus otros escándalos (ayuda rusa, pago a prostitutas, quiebra de empresas, uso del Estado para la rivali-dad política, “Impeachment”, etc.) se ha convertido en el rey de los exabruptos, utilizando a los inmigrantes como “chivo expiatorio” y ganando o convenciendo a base de “fake news”.

Y así podríamos continuar nuestro periplo o recorrido por la contaminación del odio en nuestra especie, con escenarios tan poco decentes como el conflicto palestino, el de Yemen, Siria, Sahel, la “limpieza étnica” contra los rohinyás en Birmania, etc. Poco importa que sea un problema mundial o que nos corresponda estar unidos, colaborar y no utilizar el odio para luchas de todo tipo (territoriales, ideológicas, religiosas, fratricidas, etc.). Su contagio sigue siendo más poderoso y letal que el de un microorganismo. Además y como se suele decir, “del amor al odio hay un paso” o que son extremos que se tocan, como por desgracia se puede comprobar por ejemplo en los múltiples casos de violencia de género. Lo que ilustra que también es un problema a escala individual y no solo social. Es decir, que afecta desde la relación de dos personas a las de todo el mundo.

Como científico y sociólogo, mi máximo interés es el de dar con una vacuna contra esta pandemia humana. Aunque ya he hecho referencia a los síntomas y “modus operandi” de la misma, para procurar señalar así posibles medidas profilácticas y remedios para su no propagación, resulta que mi tratado sobre nuestra especie vuelve a cobrar valor, evidencia, aplicación y resultados. Tanto en lo que concierne a mi propuesta para que potenciemos nuestra esencia y característica identificativa, la capacidad de ideación -tal y como recojo en el libro Animal de realidades-, como en relación a las tres claves existenciales que explicito y justifico en mi Guía, esto es: igualdad, colaboración sin trampas e innovación. Todo ello vuelve a tener a este respecto un campo empírico y de experimentación muy válidos, ya que la vacuna contra el odio debe tener estos componentes: ser fruto de nuestra característica capacidad de ideación, basándonos para ello en la igualdad sin duda alguna, en una convivencia sin estrategias ni engaños entre nosotros y mirando hacia el presente futuro, como también se puede llamar a la innovación.

¿GENERACIÓN “Q”?


Haciendo otro ejercicio de posible prospección sobre nuestra existencia, pero en esta caso en relación al sector de nuestra especie más joven, quiero referirme o dejar planteado algo que ha surgido hablando con mi pareja sobre cómo le afectaría el confinamiento a nuestro hijo. Las últimas generaciones han tenido denominaciones como, “Baby Boomers” (tras la II Guerra Mundial), “Generación X” (años 60, tras el “baby boom”), “Y” o “Millennials” (de final del milenio) o “Z” (posmi-lénica); por lo que quizás se pueda empezar a hablar de “Generación Q”, correspondiendo la letra con “Quién” o “Qué” (en inglés sería “Generation W”, de Who o What), refiriéndome a la posible y característica falta de desarrollo personal que puedan padecer debido al confinamiento. Aunque todavía es temprano para saberlo, quizás la crisis del coronavirus esté provocando una huella en la socialización de toda una generación o, incluso, en un tramo de edad bastante amplio, que va desde los más jóvenes, en torno a los seis años, a los veinteañeros.

Hasta ahora los estudios de demografía solían señalar el impacto o “huellas” de las guerras -sobre todo entre la población masculina- o de otras pandemias; generalmente mediante los conocidos “dientes de sierra” en las pirámides poblacionales. También hay estudios sobre la incidencia de otras circunstancias, como por ejemplo en el caso del denominado Hongerwinter (“invierno de hambre”, entre 1944-45, tras el castigo de Hitler a los Países Bajos) o “Estudio de la Hambruna Holandesa”, en el que se comprobó que las mujeres embarazadas afectadas tuvieron hijos más propensos a contraer diabetes, obesidad, enfermedades cardiovasculares y otros problemas de salud; determinándose también que esos efectos persistieron en la generación siguiente. En la crisis del Covid-19 la población joven ha sido la menos afectada en términos estadísticos de casos, tanto de contagios como de mortandad. Pero quizás sea una de la más afectadas desde el punto de vista psico y sociológico, ya que les ha pillado en pleno proceso de formación, de construcción de su identidad y forma de relacionarse, de definición de su nicho psicosocial, etc.

Aunque en muchos hogares hubiese medios para suplir el aislamiento, desde juegos o libros al típico televisor, incluso ordenador, internet o las videoconsolas conectadas con amigos; sin embargo, puede que el confinamiento se note en el desarrollo de estos adolescentes debido a la falta de interacción directa con sus amistades, lo que se conoce como la relación, socialización o educación entre pares. Esto no se suple, por mucha tecnología o virtualidad de la que se disponga; máxime en las edades donde el desarrollo y/o contacto físico está en pleno proceso y/o “ebullición”. Tampoco los padres u otros familiares podemos suplir a este tipo de agentes y/o actores del crecimiento y la socialización, por mucho que interactuemos y seamos “amigos” de nuestros hijos. La relación entre pares es insustituible y la cuestión es saber y llegar a determinar en qué medida y consecuencias puede llegar a tener el hecho de que sus efectos y funciones se hayan visto interrumpidos con esta crisis.

También está la posible marca o huella que pueda dejar en las relaciones futuras de estas generaciones, desde guardar las distancias a la tendencia ineludible hacia el teletrabajo. Asimismo, su educación y relaciones sexuales pueden verse bastante alteradas y/o afectadas, cuando precisamente tienen todo por hacer. Posiblemente el periodo de confinamiento no sea lo suficientemente prolongado como para que llegue a afectar y pueda hablarse de “Generación Q”, aunque ya se sabe de consecuencias en el incremento del peso medio de estos jóvenes. También tenemos otros ejemplos que, aunque las circunstancias no sean comparables, ya han vivido o experimentado antes algo similar, sin que hasta ahora haya sido causa de nada (al menos que se sepa); como familias que viven en barcos o de otras formas itinerantes o en zonas aisladas, sin mucho lugar a este tipo de relaciones en el caso de sus hijos.

Incluso se podría comparar este confinamiento con una convalecencia prolongada; aunque en ninguno de estos o casos parecidos hayamos asistido nunca a un parón de una masa tan ingente de estos individuos y al mismo tiempo. No sé cómo será y si ni tan siquiera vamos a tener que referirnos más adelante a tal posible efecto, ojalá que no. Simplemente lo dejo apuntado como colofón de lo que aquí he expuesto en relación o debido a la crisis experimentada por nuestra especie; sobre la que quiero insistir que no es solo sanitaria (vuelvo a coincidir casualmente con Harari) sino también existencial, tanto para jóvenes como adultos o mayores, seamos de donde seamos y tengamos la forma de pensar que tengamos.

Ni con este ni con los anteriores artículos pretendo pintar un panorama negro ni ser pesimista. Muy al contrario, suelo pecar de optimista. El ánimo que me ha movido al escribir esto para su divulgación es el de intentar arrojar luz sobre los posibles escenarios y/o implicaciones que se puedan derivar del periodo que estamos viviendo. Llamando la atención sobre el momento o etapa especial de transición evolutiva en que ha sucedido todo esto; así como por el erróneo y perjudicial modo -a base de miedo y retracción- con el que hemos reaccionado otras veces ante las crisis. En cualquier caso, intento orientar lo mejor que sé y puedo sobre nuestra vida y existencia, tanto a nivel individual como de especie y en conjunción con nuestro entorno.

¿HABRÁ MILAGRO MARADONA?

Respetando el ámbito humano y fijándonos en su dimensión sociocultural, la inesperada muerte de Diego Armando refiere a los típicos fenómenos en que se suelen basar desde creencias a mitos o incluso religiones. Es lo que llevamos haciendo desde hace miles de años y la cuestión es (re)conocerlos, para ser conscientes de cómo operan, tanto a nivel individual como colectivo.

Como ha dicho Iker Jiménez en la locución habitual al finalizar su programa Cuarto Milenio, el número 634 de la Temporada 15, quizás Maradona sea uno de los últimos mitos de nuestra era, tal y como lo han sido el Che Guevara, Marilyn Monroe, Elvis Presley y otros tantos, con sus respectivos “lados oscuros” a nivel personal, pero mitos al fin y al cabo. Además del aspecto futbolístico de esa afirmación y del efecto que ha tenido en tanta gente el “astro” argentino, ya había otras pruebas más evidentes y en vida de esa mitificación, como la llamada “Iglesia maradoniana”, con medio millón de seguidores de todo el mundo en el año 2015, que cuenta con su propia biblia (“Yo soy el Diego de la gente”) y rezo (“Diego nuestro”), habiendo incluso parejas que se han casado bajo los rituales de la misma, así como alusiones directas a “la mano de Dios”, en el famoso gol a la selección inglesa, o al propio brazo de Dios pintado por Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, pero con la camiseta del 10 de la selección argentina.

Entre otros prestigiosos científicos, Richard Dawkins, etólogo y biólogo evolutivo conocido sobre todo por su obra El gen egoísta, ha analizado nuestra predisposición natural a crear y utilizar estos recursos. También cómo se transmiten, aprovechando que al principio de nuestras vidas asimilamos ciega y fervientemente las creencias que nos inculcan nuestros padres u otros prescriptores que tengamos en consideración. Personalmente, eso se puede comprobar fácilmente en el fenómeno de los Reyes Magos o Papá Noel, una demostración evidente de cómo operan las creencias y, también, de lo difícil que resultan desactivarlas, tal y como pasa e indica el trauma de todo niño cuando se entera de que no existen esos dadivosos personajes. Más trágicamente, también son creencias así adquiridas las que pueden llegar a operar profundamente en jóvenes con apenas 20 años, como en el caso de los autores de los atentados de 2017 en Cataluña, también de quien recientemente ha degollado a un profesor en Francia o de los que se unen al autoproclamado Estado Islámico.

Pasando a una escala mayor que la individual y en cuanto al espectro de edades, tenemos el caso analizado por David Attenborough, famoso divulgador naturalista, sobre el culto a “John Frum” en la isla de Tanna, en el archipiélago Vanuatu (Nuevas Hébridas en el periodo colonial). Sin que todavía se sepa si tal personaje existió o no, posiblemente el fenómeno se base en algún marinero que llegó allí y prometió volver con regalos, siendo tomado por estos isleños como un “ser supremo”, posiblemente debido a su indumentaria (botones dorados), aspecto (piel blanca) y demás referencias extrañas o novedosas para los nativos. Con el paso del tiempo, tras varias generaciones y las correspondientes transmisiones orales sobre tal visitante, su figura y recuerdo se fueron mitificando y convirtiendo en objeto de adoración, rituales y creencias. Mostrando así lo que se puede considerar un claro ejemplo antropológico de cómo creamos estas referencias socioculturales.

Todavía a mayor escala tenemos las grandes religiones, que básicamente responden al mismo esquema o proceso de mitificación. Por ejemplo, tal como expone Richard Turnas en su famosa obra La pasión de la mente occidental, si un romano-griego como Pablo no hubiese tenido su epifanía, como tantas otras que se pueden contar (por ejemplo la de Agustín de Hipona), el cristianismo seguramente no hubiese salido del ámbito judío en el que se produjo, ni destacado sobre el resto de historias similares que ya había sobre mesías, resurrecciones, concepciones inmaculadas y demás efectos mágicos o milagrosos. Además, también se dio la circunstancia de que así pudo llegar a convertirse en la religión única del Imperio Romano, el año 380 y tras el Concilio de Nicea, por el decreto del emperador Teodosio, lo que definitivamente catapultó a esta religión a los niveles socioculturales conocidos.

Otro ejemplo de este proceso por el que conformamos las creencias, desde el animismo primigenio hasta las religiones actuales, es el del budismo, en cuyo origen no había deidades y respondía a una búsqueda personal del desarrollo espiritual, pero que con el tiempo y la mitificación ha terminado convirtiéndose en lo que viene siendo y suponiendo desde hace siglos.

Con todo el respeto hacia estos fenómenos sociológicos, espero que, efectivamente, Maradona sea uno de los últimos mitos, ya que no estamos para más creencias de este tipo. Ese tiempo de nuestra edad como especie ya ha pasado, tal y como expongo en mis ensayos, y no podemos seguir basando nuestra existencia en referencias de esta índole. A ver si, también como vengo reclamando, el conocimiento científico aborda de una vez nuestra dimensión más intangible o espiritual.

Aunque como mostraba otro divulgador científico en su programa El cazador de cerebros, Pere Estunpinyà, por lo de ahora -y puede que precisamente debido a nuestra todavía etapa existencial infantil- la lógica y la razón no funcionan tanto como la pasión, el odio y otros factores emocionales, por ejemplo a la hora de considerar lo que se vota, se cree o se idealiza. Algo a lo que también alude David Trueba, en su artículo “Dientes, dientes” -en El País del 8 de diciembre-, con el “Factor R” de rabia, refiriéndose así a que se elige no tanto por las acciones eficientes o una buena gestión, sino más en base al daño que se infringe al contrario. Como en el fútbol, parece que en política también se trata más de marcar goles al rival que de atender adecuadamente al interés común, lo que se puede considerar como una manifestación más de nuestra etapa evolutiva infantil como especie. Del mismo modo que otra prueba de ello pueda ser si va a producirse o no algún milagro atribuido a Maradona.

ECONOMÍA NATURAL

Propuesta para un nuevo sistema


Plantear un nuevo sistema económico puede parecer utópico, imposible, una quimera o entelequia, incluso algo disparatado. Pero menos es nada, aunque solo sea una idea, y sobre todo si resulta necesario, tal y como se están desarrollando los hechos y la situación hacia donde nos está llevando nuestra actual manera de vivir y producir. Aunque desde su base o principio, lo urgente y perentorio tampoco pueden llevarnos a cometer los mismos errores u otros que puedan derivarse de planteamientos equivocados, como suele suceder cuando solo pensamos en el beneficio propio. Por todo ello, la presente propuesta para un nuevo u otro modelo económico parte ya de una base distinta y puede resumirse en un solo punto, idea o planteamiento para su desarrollo: la multilateralidad de nuestras actividades y, en concreto, de la productiva. Es decir, contar con el planeta del que obtenemos los recursos, frente a la unilateralidad del sistema actual, en el que solo miramos por nosotros mismos. Simplemente asumiendo este principio y punto de partida ya estaríamos cambiando, mejorando y dando un gran paso en la buena dirección existencial.

Desde el origen de nuestra especie hasta los dos grandes sistemas más globales, el capitalismo y el comunismo, toda nuestra actividad económica se puede decir que ha tenido como objetivo principal -casi único- a nosotros mismos. Un repaso rápido siguiendo estudios de Antropología nos indica que el origen de nuestra actividad económica fue, primero, sin esperar nada a cambio, lo que se conoce como “economía del don o del regalo”, ya que se basaba en la “obligación” moral y ética de devolver aquello que nos era dado o regalado; como así constataron los antropólogos Bronislaw Malinowski (1884-1942), que a principios del siglo XX estudió a los Kula en las Islas Trobiand, y Marcel Mauss (1872-1950), que amplió y distinguió diferentes conceptos y formas de esa actividad. También hemos pasado por la llamada “economía colaborativa, compartida o de intercambio”, vigente hasta 1885 (cuando fue prohibida por el gobierno canadiense) entre indígenas norteamericanos de la costa oeste (Haida, Salish, Kwakjut, Tlingit, etc.) y que consistía en compartir e intercambiar bienes entre las tribus, lo que se conoce como “potlach”, introduciendo ya en estos casos las diferencias de estatus, jerarquía, fama o prestigio según fuese de cuantioso y valioso lo intercambiado. Mientras que la vigente actividad económica se basa en lo que se conoce como trueque (sin dinero por medio, correspondiendo a la llamada “economía de subsistencia”) o en el comercio, piedra angular de la denominada “economía de mercado”, basada en el precio o valor de las cosas y su popular “ley de la oferta y la demanda”.

En todo este proceso histórico y de desarrollo de nuestra actividad económica, extrapolable también a otros ámbitos de nuestra existencia, sobre todo hemos obtenido los recursos de la naturaleza y, generalmente, sin tener en cuenta a las otras partes. Es decir, hemos “exprimido” y “explotado” a la Tierra, incluso llegando a “forzarla” para obtener lo que hemos querido. Además de hacerlo de tal manera que poco o casi nada hemos devuelto o intercambiado al respecto con el planeta que nos sustenta y alberga. Por lo que el “balance” (sea contable, moral, entre lo dado y recibido, etc.) resulta claro: tenemos una deuda inconmensurable con nuestro medio, del cual nos hemos aprovechado hasta la extenuación (extinción y trata de especies, explotaciones mineras, acuíferas y petrolíferas o gasísticas, construcción de todo tipo de infraestructuras, deforestaciones, desertizaciones, contaminaciones, etc.), sin devolver, regalar, dar, intercambiar o pagar nada a cambio por nuestra parte. Un desequilibrio vergonzoso, injusto y amoral que nos empieza a “pasar factura” y que está poniendo en grave peligro nuestra existencia, entre otras muchas. Por lo que nos toca hacer algo al respecto, máxime ante la crisis climática y del planeta que estamos provocando. Es hora de corresponder algo a nuestra “madre naturaleza”, que nos ha dado vida, nos ha alimentado y ha servido para desarrollarnos; pero a la cual, en cambio, hemos maltratado, sin tenerla tampoco en cuenta.

Toda la farmacología o medicinas que nos curan proceden de la naturaleza, así como los alimentos, energías, materiales, etc. Antaño existían ritos, ceremonias, deidades o agradecimientos asociados a este “sustento” e, incluso, algunas formas de procurar “devolver” algo de lo recibido; como los rituales de ofrendas y/o sacrificios para obtener cosechas, pesca, caza o buen tiempo. Salvo estas antiguas excepciones, el comportamiento al respecto ha sido siempre y característico de servirnos a nuestro antojo del planeta. Pero, ¿cuánto mejor sería un entente de comprensión y colaboración con el mismo en lugar del egoísta y catastrófico antropocentrismo que estamos llevando a cabo?

Lo que planteo es una Nueva Economía, que cambie el sentido y dirección de esta actividad humana tan característica para que, en lugar de que sea única y exclusivamente por y para nosotros, también incluya o tenga en cuanta a nuestro medio, a los demás seres y entes de este planeta que nos cobija y que es nuestro “hogar”. Una economía basada en el emprendimiento natural, definiendo así a esta nueva actividad en relación y comparación al corriente emprendimiento empresarial y al llamado “emprendimiento social” (que tan buenos resultados está dando pero, como siempre, solo para nuestra especie y congéneres). En el caso del emprendimiento natural no seríamos solo nosotros el objetivo de la actividad económica sino el planeta; lo que no quiere decir que así no haya “beneficio” sino que se trata de otros/nuevos valores. En esta “nueva economía”, basada en el “emprendimiento natural”, el valor principal sería el de la existencia, en su más amplio y extendido sentido; algo natural, objetivo y de indudable aprecio para todos los entes y seres del planeta, a diferencia del dinero y otros oropeles, artificiales, creados por y para nosotros mismos, sin más beneficio.

Con estos principios, esta “nueva economía” requeriría igualmente de formación, de investigación, de emprendimiento, de recursos humanos, de especialistas, de empresas, industrias, etc. Es decir, se puede montar todo un sistema en torno a la Nueva Economía Natural. Partiendo de algo tan sencillo como contar con lo demás, con lo que nos rodea (animales, vegetales, entornos, etc.). Se trata de algo tan lógico y eficaz como servir al planeta, ya que con ello también estamos mejorando nuestras vidas. No me refiero a devolver el mar de Azov a su estado, ni a limpiar los océanos de plásticos, ni a impedir la deforestación del Amazonas o las enormes presas en el tramo turco de los ríos Tigris y Eúfrates; es decir, no estoy hablando solo de posibles buenas acciones unilaterales por nuestra parte, aunque pensemos que benefician a la naturaleza. Más bien, planteo que contemos con ella, que la incluyamos en nuestras relaciones, como cuando queremos proponerle a la otra parte un negocio o venderle un producto o servicio. Entre otras novedades, sería la primera vez que un aspecto tan importante de nuestra existencia como sapiens, como es la economía, contase con más actores o partes que nosotros mismos.

Esta idea y propuesta se basan también en una primera fase de inversión en comprensión, en conocer la comunicación y expresiones (el “lenguaje”) de animales, vegetales y demás seres y entes; esto es, que empecemos por procurar comunicarnos con ellos, para así poder entendernos mejor. Algo sobre lo que ya tenemos algunos indicios y logros, como el reciente descubrimiento de que las plantas se comunican entre ellas, así como del sonido cuando sufren, según la investigación dirigida por Itzhak Khait, de la Universidad de Tel Aviv (Israel); mientras que ya se sabía que cuando una planta es podada o privada de agua cambia de forma, color y olor. También otros científicos han descubierto que la red eléctrica ya la había inventado la naturaleza con las bacterias electroactivas, que producen una electricidad natural, capaz de alterar ecosistemas y controlar la química de la Tierra, incluidos los océanos; como por ejemplo ha puesto de manifiesto el microbiólogo John Stolz, de la Universidad de Dusquense (Pittsburgh, USA) al afirmar que “tenemos un planeta eléctrico” cableado con bacterias. Una “bioenergía” que, según investigadores de la Universidad de Asrhus, en Dinamarca, forma corrientes eléctricas naturales en los fondos marinos, un tendido eléctrico vivo capaz de transferir electrones, tal y como ha afirmado el profesor Lars Peter Nielsen; lo que también ha llevado a especular sobre un posible “cerebro” planetario que, por ejemplo, liberaría metano cuando se “enfada”, provocando o ayudando así a las famosas cinco extinciones masivas en nuestro planeta. Mientras que, con respecto a los animales también sabemos que se comunican mediante señales auditivas, químicas (como las feromonas), visuales o táctiles, con una rama de la ciencia, la Zoosemiótica, que estudia esas formas de comunicación; lo que, además de ampliarse en cuanto a objetivos, también podría extenderse a más ramas de nuestra ciencia, para dar lugar así a otros como la Biosemiótica o, incluso, la Natursemiótica.

Por tanto, estamos en condiciones de iniciar una nueva relación y entente entre nosotros y el planeta, empezando por procurar comunicarnos y, asimismo, para que nuestra actividad principal, englobada en la economía, la hagamos teniendo en cuenta este nuevo escenario, multilateral y no solo unilateral. Por lo que, más bien, sería cuestión de ampliar este campo de nuestro conocimiento, así como aplicarlo para conseguir una relación simbiótica satisfactoria con el planeta. De hecho y de alguna manera es lo que hemos hecho a veces, muy pocas y posiblemente inconscientemente, cuando hemos aprendido e imitado ciertos comportamientos y tácticas ajenas, como recientemente ha hecho un agricultor del Sahel que, ante la desertización, copió de las termitas su sistema para retener agua, consiguiendo así por primera vez detener ese proceso y ofrecer una esperanza para la zona.

Así e imaginando un poco, ¿qué podría ser de la prevención y efectos de fenómenos como el Niño y la Niña, huracanes, etc. si comprendiésemos y entendiésemos más o de otra forma a los océanos? O, en relación a las plantas, ¿podríamos intercambiar información de manera que supiésemos lo que quieren o les viene bien, mientras que por su parte quizás nos facilitaban la farmacopea natural, o informaban sobre ambientes contaminados y estresados, o nos alertaban de terremotos gracias a sus intrincadas raíces, o sobre las incompatibilidades y los beneficios de algunas combinaciones en los cultivos o en nuestras casas, jardines y huertos? Mientras que, en otros órdenes biológicos, ¿cómo sería comunicarnos verdaderamente con los llamados “animales domésticos” y entendernos con ellos?, ¿podríamos obtener alimentos de otra forma o de otras fuentes y, sobre todo, sin causar traumas de muerte o separación de las crías de los seres que ahora explotamos?

Las posibilidades, proyección o futuro de esta Nueva Economía Natural, basada en el entendimiento con el planeta en lugar de su explotación unilateral, pienso que pueden constituir una (re)evolución inconmensurable de nuestra especie, quizás la mayor y más adecuada que podamos emprender, esta vez para TODOS.