VACUNA CONTRA EL ODIO


Esta crisis está produciendo muchos hechos y consecuencias. Entre ellas está la carrera por crear cuanto antes una vacuna para atajar a la Covid-19. Se puede decir que, a día de hoy, es el objetivo prioritario de la humanidad. Algo que resulta lógico y evidente, ya que es lo más perentorio en estos momentos. Sin embargo y sobre todo para ilustrar y/o llamar la atención sobre mi visión y planteamiento, me atrevo a decir que me preocupa más encontrar un antídoto contra el odio entre miembros de nuestra propia especie. Más temprano que tarde, si no es nues-tro conocimiento científico, el propio cuerpo desarrollará las defensas y la inmunidad frente al patógeno. En cambio, contra el odio parece que nada nos ha inmunizado eficazmente toda-vía, a pesar de que lleva miles de años con nosotros, incluso desde nuestros orígenes según los relatos bíblicos. De hecho, es la peor pandemia de la humanidad, con creces, y no solo por su extensión en el tiempo sino también porque nada se ha cobrado tantas vidas, esfuerzos, recursos y desgracias como nuestro propio y mutuo odio.

Además, es y resulta más contagioso que cualquier otro virus, mal o enfermedad, ya que se activa a través de sentimientos, algo que todos tenemos, mientras que también todos podemos tener algo en contra de alguien o de algo. Así que solo hace falta avivarlo para que se produzca y, una vez que se ha activado, ya es muy difícil de erradicar; sin mascarillas, ni confinamientos, ni nada que lo detenga. Como los pirómanos, maníacos y otros tipos de conductas humanas enfermizas y nada buenas, también hay quienes desde partidos, medios de comunicación, organizaciones o (malas) causas expanden este mal tan letal y nefasto para nuestra especie. Como diría el personaje religioso de Jesucristo, hay que perdonarles “porque no saben lo (mal) que hacen”.

El odio se nutre y es la forma de desahogar las frustraciones, los propios errores, las incomprensiones y, dicho en términos generales, nuestro cabreo con la vida y/o sociedad, que no es otra cosa que el enfado con nosotros mismos pero enfocado hacia fuera, responsabilizando a lo otro en lugar de asimilar nuestras propias circunstancias. Por lo que, generalmente, nos resulta más fácil y/o cómodo “echar más leña al fuego” que el esfuerzo y/o interés por “apagarlo”. De hecho, resulta muy fácil de seguir y de justificar, ya que tan solo hace falta decirnos “mira lo que te ha/n hecho o lo que ha/n dicho” sobre algo que aprecias. Incluso puede dar fuerza y/o ser un “leitmotiv”, sobre el que muchos han construido su (contraproducente) existencia. Encima, la propia cultura no se cuida de no alimentar esta pandemia, la peor de todas, sino que, por el contrario e inconscientemente, la fomenta a través del odio al rival en competiciones de todo tipo, desde económicas, políticas, comerciales, laborales, deportivas, etc.

No puedo cuantificar cuántas muertes, dinero, recursos y costes de todo tipo, incluidos los de salud y emocionales, ha causado el odio a través de nuestra historia. Es demasiado ingente para calcularlo; lo cual demuestra que si hay algo que tenemos que remediar, que es urgente y que verdaderamente nos va la existencia en ello es vacunarnos contra esta monstruosa pandemia del odio, paradójicamente creada por nosotros mismos. No estoy hablando de ideologías, ni de formas distintas de ver o cosmovisiones diferentes, ya que eso es algo normal y natural, tal y como ha demostrado la ciencia, al descubrir que la gente conservadora (o de derechas) percibe las circunstancias o el entorno de una forma, por o a través de un funcionamiento determinado del cerebro, y la gente progresista (o de izquierdas) de otra forma, por medio o a través de otras partes de nuestra sesera. Así que no se trata de convencer ni de llevar la nuestra por encima, con eso tenemos y podemos convivir.

Pero el odio es y consiste en otra cosa. Para ilustrarlo, recuerdo la preciosa película del recientemente fallecido José Luis Cuerda, “La lengua de las mariposas” (1999), en la que el niño protagonista pasa de la admiración por su maestro a insultarlo y tirarle piedras, tras el estallido de la guerra civil española (1939). Solo hizo falta inocularle el odio a través del miedo, la difamación, la represión y el sumarse a la corriente dominante. Lo mismo que ocurrió en la Alemania nazi de Hitler (1933-1945), quien fue votado y elegido mediante sufragio democrático, precisamente debido a la crisis y correspondiente culpa echada al vejatorio Tratado de Versalles (1919), lo que sumado al miedo a la cercana revolución comunista (1917), al “crack” del 29 y al odio “holocáustico” a los judíos, hizo el cóctel humano más letal que se recuerda.

Otro tanto podría decirse de las tácticas de Putin para eternizarse en el poder, tras la crisis de la desintegración de la Unión Soviética (1991), fomentando el odio a los homosexuales, la eliminación de opositores, provocando conflictos en ex-territorios, injiriendo en los conflictos internacionales, disimulando con o a través de la Iglesia Ortodoxa, etc. Proceso o fórmula similar también a lo que provocó la elección de Trump, apelando al cabreo, mala situación y falta de expectativas de buena parte de la población tras la crisis financiera del 2008, paradójicamente causada por gente como él o adláteres; mientras que para escurrir el bulto y sus otros escándalos (ayuda rusa, pago a prostitutas, quiebra de empresas, uso del Estado para la rivali-dad política, “Impeachment”, etc.) se ha convertido en el rey de los exabruptos, utilizando a los inmigrantes como “chivo expiatorio” y ganando o convenciendo a base de “fake news”.

Y así podríamos continuar nuestro periplo o recorrido por la contaminación del odio en nuestra especie, con escenarios tan poco decentes como el conflicto palestino, el de Yemen, Siria, Sahel, la “limpieza étnica” contra los rohinyás en Birmania, etc. Poco importa que sea un problema mundial o que nos corresponda estar unidos, colaborar y no utilizar el odio para luchas de todo tipo (territoriales, ideológicas, religiosas, fratricidas, etc.). Su contagio sigue siendo más poderoso y letal que el de un microorganismo. Además y como se suele decir, “del amor al odio hay un paso” o que son extremos que se tocan, como por desgracia se puede comprobar por ejemplo en los múltiples casos de violencia de género. Lo que ilustra que también es un problema a escala individual y no solo social. Es decir, que afecta desde la relación de dos personas a las de todo el mundo.

Como científico y sociólogo, mi máximo interés es el de dar con una vacuna contra esta pandemia humana. Aunque ya he hecho referencia a los síntomas y “modus operandi” de la misma, para procurar señalar así posibles medidas profilácticas y remedios para su no propagación, resulta que mi tratado sobre nuestra especie vuelve a cobrar valor, evidencia, aplicación y resultados. Tanto en lo que concierne a mi propuesta para que potenciemos nuestra esencia y característica identificativa, la capacidad de ideación -tal y como recojo en el libro Animal de realidades-, como en relación a las tres claves existenciales que explicito y justifico en mi Guía, esto es: igualdad, colaboración sin trampas e innovación. Todo ello vuelve a tener a este respecto un campo empírico y de experimentación muy válidos, ya que la vacuna contra el odio debe tener estos componentes: ser fruto de nuestra característica capacidad de ideación, basándonos para ello en la igualdad sin duda alguna, en una convivencia sin estrategias ni engaños entre nosotros y mirando hacia el presente futuro, como también se puede llamar a la innovación.